“Cuando el espíritu pesa, se dirige hacía el agua…
Por
consiguiente, el camino del Alma conduce al agua”
Carl Jung
Puedo zambullirme infinitamente en los
remolinos espumosos que me revuelcan y me recuerdan que estoy viva, río a carcajadas. Mi corazón se expande en el pecho y los oídos escuchan solo
para adentro. Sé que me brillan los ojos aunque hace rato no me miro a un
espejo, no me importa tener el pelo revuelto o caminar con mi cuerpo al aire
por la playa, me siento libre, casi como si pudiera despegar.
Durante
los meses de noviembre y diciembre del año 2011 estaba viviendo una crisis
personal que me llevo a confrontarme con mi estilo de vida, mis relaciones y mi
qué hacer profesional. En diciembre de ese año, movida por un impulso interior
realicé un viaje al mar en busca de mi misma.
Aún me
recuerdo sentada en el puesto 19 del bus Rápido Ochoa, era 28 de diciembre, día
de los Santos Inocentes, y como si fuera la peor inocentada, el bus se
encontraba detenido en el paradero de Santa Rosa de Osos. Eran las 11 de la
noche y la guerrilla había quemado el bus que iba antes del nuestro, la vía
estaba cerrada hasta nuevo aviso.
Saqué
mi cuaderno de viajes y comencé a escribir, deseaba mucho estar sola, conmigo.
Los espacios de soledad son como un bálsamo para el alma, me calman, me
apaciguan la ansiedad. A diferencia de otras personas para quienes la soledad
es un castigo, para mí, la soledad es la posibilidad de escucharme atentamente.
Sin embargo nada podía sacar de mi mente la idea de que tal vez el viaje había
sido una mala idea, a lo mejor no debería estar allí.
A las
4:20 de la madrugada, mientras esperaba, decidí pintar un árbol de viaje, unas
notas cortas me entretenían mientras la gente dormía y los gallos de la zona
anunciaban la llegada del nuevo día. El viaje continuó su marcha a las cinco de
la mañana cuando abrieron nuevamente la carretera y yo, esperanzada deseaba
encontrarme con Mar.
Mar
Al
llegar a Santa Marta me encontré con un amigo que me ayudaría como guía de
viaje, con él llegaría hasta el parque Tayrona para pasar allí el año nuevo.
Caminamos más de dos horas por unos senderos que cruzan el bosque húmedo. Caminos
de tierra, olor a monte, el canto de los pájaros y otros sonidos de animales
que no pude reconocer acompañaron nuestro recorrido antes de encontrarme con
Mar.
Cuando
estas inmerso en los senderos pareciera que estas lejos del mar, aunque entre
curva y curva el sonido de las olas parece llegar desde lejos. Luego de pasar
una pequeña colina el mar apareció increíblemente
azul ante mis ojos. Se materializa de la nada y de pronto lo es todo. Borra por
completo el verde del camino, aniquila el canto del monte y se nombra como
único personaje.
La
primera playa a la que llegamos fue Arrecifes. Un reguero largo de arena y agua
que tiene a su entrada un aviso que parece una sentencia: “Playa no apta para baño. Más de 200 bañistas se han ahogado en esta
playa, métase bajo su propio riesgo”. Ese primer encuentro con Mar fue a través de
mis pies, que eran golpeados incesantemente por el agua que entraba una y otra
vez en la playa.
Luego
de dos horas más de caminar llegamos hasta el Cabo San Juan, la playa en la que
acamparíamos. Poca ropa, galletas, atún, agua e implementos de aseo eran
nuestro equipaje. Viajar ligero es el truco para estar tranquilo, pensaba.
Después de instalarnos nos fuimos a recorrer la playa, por fin a saborear a
Mar.
Discutimos
con mi amigo sobre una frase de San Agustín que plantea que la felicidad está
en el camino, no en el objetivo. Yo le decía que también era el objetivo, que
había deseado tanto estar con Mar, y que estando con él, sintiendo su burbujeo
en mi piel era feliz hasta las lágrimas. Y eso hice, lloré en silencio, con mar
y conmigo, abrazada a mi propia piel mientras Mar me sacudía inclemente una y
otra vez.
El
Mar del parque Tayrona es bravo e imponente, no te acaricia, te agarra, te toma
como parte suya, tú no eres distinto, separado de él, eres sal, arena, y agua,
te arrastra, corres el riesgo de fundirte con él irremediablemente. Allí no
existe el tiempo agitado y veloz de Medellín. Mi corazón estaba completo y mi
pulso tomó el mismo ritmo de las olas que rompían una y otra vez contra la
playa.
Es difícil
explicar la sensación de estar completo y en paz consigo mismo, pareciera un
estado en el que se es más que el cuerpo, pero sin que esté sea un obstáculo o
una parte aislada. Se es, y eso era la que buscaba con ese recorrido sin
saberlo. Una sensación de no juicios, no límites. Una fuerza que te imprime el movimiento
desde un punto interior.
La
soledad y el mar me permiten restablecerme, reconocer mis contornos, mis
fronteras y cordilleras. Mis mares, bosques, mi fauna y mi flora. Es una
expedición al centro de mí misma, aún me quedan especies endémicas por
reconocer, me es necesario reconocerme viva y con fuego interior.
Ayyyy qué relato tan inspirador!!! Esta Antonia no deja de revolcarme, como me hace de falta sabullirme en sus palabras sabias, en sus preguntas, en sus misterios...
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