domingo, 2 de junio de 2013

Hasta el Mar

Aunque nacemos solos, realmente comprendemos lo que es la soledad el día en que nos alejamos de nuestras familias. Yo lo comprendí aquel diciembre del año 2001, cuando con una maleta al hombro me aventuré hasta el mar.


El aire, a esta hora todavía fresco, se desliza por las hendijas de la ventana y llega hasta mi rostro. Abro los ojos y me encuentro de frente con el ventilador oxidado que cuelga del techo. Al verlo, de inmediato aparece el sonido de tractor viejo que acompaña cada uno de sus giros. El cuerpo de Andrés todavía permanece inmóvil a mi lado. No debe tardar en sentir los movimientos de mi cuerpo e incorporarse. Son las siete de la mañana y nos espera una larga jornada.  

El cuarto en el que nos hospedamos da la sensación de estar en medio de la nada. Un colchón duro recibe nuestros cuerpos cansados cada noche. Una pequeña división interior separa la habitación del baño, que aún está en obra negra, por eso me resulta tenebroso bañarme ahí cada mañana. Decido acompañar el baño de agua fría con una vela; es un baño rápido, nada de juegos ni cantos, procuro salir de ahí lo antes posible.

Antes de terminar de peinarme Andrés ya está completamente organizado. Él fue el de la idea de venir hasta aquí, hasta el mar. Pero juntos lo armamos, llenamos el morral de artesanías, nos rebuscamos los pasajes, soñamos y deseamos. Ahora estamos lejos, solo tenemos una maleta llenada de cosas y si queremos almorzar hoy sabemos que nos toca vender algo, si queremos dormir aquí esta noche tendremos que conseguir dinero.

Tomamos nuestro morral-taller y  salimos. Recorremos las cinco o seis cuadras que nos separan del San Andresito principal. Vemos la esquina diagonal a su entrada, está despejada. En general la calle está tranquila, el viento de la noche parece haberse llevado todo el bullicio y el desorden.

Abrir el negocio es una tarea meticulosa. Extendemos la manta azul sobre la acera, cuatro piedras grandes la mantienen tensa e impiden que el viento barra con todo. Luego clasificamos los artículos sobre la tela, como instrumentadores quirúrgicos separamos cada pieza con una distancia precisa una de otra. Entonces las manillas, collares y aretes aparecen dispuestos en perfecta armonía. El negocio está abierto.

La casa de la Estrategia del Caracol

Hace cuatro días llegamos hasta aquí, hasta Tolú, hasta la casa del Capi. Una vez pisamos la plaza del pueblo nos dispusimos a caminar reconociendo el lugar. Por la Avenida de la Playa, Andrés entabló una conversación con una pareja de mochileros; fueron ellos los que nos recomendaron la casa del Capi.
-Queda como a cuatro o cinco cuadras de aquí, se meten por la Feria y preguntan por el Capi, allí todos lo conocen y alguien les indica el lugar.
Dicen que es el lugar más barato. La lengua de Andrés es una hechicera entrenada, sabe perfectamente cómo conseguir la información necesaria. 

-Esa es la casa del Capi, entren y pregunten por él. -Nos dicen, cualquiera, no sé quién, no lo miro. Mis pies palpitan y el calor pegajoso ya parece una capa más de piel. Cruzamos la calle, no hay letreros, no hay nombres, no hay un solo cartel que nos diga dónde estamos, solo hay una casa de un azul desteñido con una puerta abierta, como una boca bostezando adormecida por el calor.

El Capi es un hombre negro, macizo, firme, parece algo rudo. Lo encontramos sentado en una banca de madera a la entrada de la casa. Después de explicarle que buscamos un cuarto para quedarnos unos días, él fija un precio. Nos expone unas reglas simples que parecen sentencias al salir de su boca: se paga el día, si no pagan se van, nada de escándalos, tienen la llave de su cuarto, es la única, cierren bien, nadie responde por lo que se pierde.

Su rostro continúa como un telón liso. Nos guía por un corredor que desemboca en un pequeño patio interior, al fondo hay unas escaleras que llevan al segundo piso, las recorro con mis ojos y me encuentro con los balcones que miran hacia el patio. El Capi nos señala un cuarto al fondo, en el primer nivel, detrás del lavadero que hay en un costado del patio.

Entramos en el cuarto y detrás de la falsa privacidad que dibuja la puerta le susurro a Andrés: estamos en la casa de la Estrategia del Caracol. Nos dejamos caer sobre el colchón duro y una risa festiva estalla entre los dos.

Unas voces me sacan del sueño. Está oscuro, tal vez sea más de media noche.
-Andrés ¿qué está pasando?
-No sé, parece que un man está hablando con el Capi.

Creo que las voces llegan desde el patio, Un hombre le cuenta al Capi que tuvo que huir de su casa, no entiendo, dice que hubo disparos, pero no logró entender quién disparó. El Capi, con una voz de abuelo, le dice al hombre que se quede esa noche ahí, que ya mañana con calma trate de resolver las cosas. Las palabras del Capi parecen adormecer al hombre, ya no logro escuchar nada, Andrés está dormido.

Siento que detrás de cada puerta hay una familia completa. En la mañana hay voces de niños, hombres y mujeres, pero son pocos los rostros que veo, solo el de una mujer morena que lava unos pañales. Cuántas historias se esconden en estos cuartos. Apuesto a que si observo detenidamente la humedad que hay en la pared del baño puedo encontrar una aparición de la Virgen. Lo juro, esta es la casa de la Estrategia del Caracol.

El Diario

El día se me escurre mientras diseño y fabrico nuevos collares, a la vez mi mente vuela lejos, más allá de la línea que veo sobre el mar; mientras eso pasa vendemos algunos artículos. La especialidad son manillas hechas en nylon elástico, todos parecen adorarlas.

Llevo varios días viniendo a este pedazo de acera, ya la quiero como una parte de mí. Desde que estoy aquí he conocido los tiempos de este lugar.  Cada cosa tiene su hora y cada persona su ritmo, pero entre todos conforman una perfecta melodía. El día empieza suave, impulsado por una brisa fresca y decidida. Luego llega el calor de media mañana y con él los vendedores de arepa de huevo, las ollas, el tintineo de los bici taxi, todo a una velocidad suave pero constante. El punto de quiebre lo pone la voz de Robinson, el vendedor de agua de coco, es un grito recio con una voz oscura que pareciera trazar la línea entre la mañana y la tarde.

El ritmo se apacigua con la llegada del medio día. El calor tieso pone a la ciudad en marcha lenta. De pronto el viento de la tarde, traído por el Mar, se adentra entre las casas y cambia nuevamente el ritmo. Las calles toman vida de nuevo. Aparece una oleada de turistas con sus conversaciones estridentes y sus risotadas extravagantes. El sonido de las bici taxi retorna, todas parecen sintonizar la misma emisora que pone una y otra vez la canción de la Mayonesa. Las manos de los vendedores se mueven rápido, la acera se agita, la calle es un hervidero de gente. Un parpadeo y ante nuestros ojos cae la noche. El lugar adquiere otro ritmo y otra música.

Andrés y yo estamos exhaustos, guardamos todo en nuestro morral-taller. Hoy ha sido un buen día Nos sobra algo de dinero después de separar el del cuarto y la comida. Es una sensación extraña, saber que eres capaz, que estas lejos, no conoces a nadie, no hay a quién pedirle prestado dinero, saber que lo que tenemos en el bolsillo lo conseguimos nosotros.

-Démonos un lujo: ¡vamos en bici taxi hasta la casa del Capi!*

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*Este viaje fue realizado en diciembre de 2001.

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