Aunque nacemos solos, realmente comprendemos lo que es la soledad el día en que nos alejamos de nuestras familias. Yo lo comprendí aquel diciembre del año 2001, cuando con una maleta al hombro me aventuré hasta el mar.
El
aire, a esta hora todavía fresco, se desliza por las hendijas de la ventana y
llega hasta mi rostro. Abro los ojos y me encuentro de frente con el ventilador
oxidado que cuelga del techo. Al verlo, de inmediato aparece el sonido de
tractor viejo que acompaña cada uno de sus giros. El cuerpo de Andrés todavía
permanece inmóvil a mi lado. No debe tardar en sentir los movimientos de mi
cuerpo e incorporarse. Son las siete de la mañana y nos espera una larga
jornada.
El
cuarto en el que nos hospedamos da la sensación de estar en medio de la nada.
Un colchón duro recibe nuestros cuerpos cansados cada noche. Una pequeña
división interior separa la habitación del baño, que aún está en obra negra,
por eso me resulta tenebroso bañarme ahí cada mañana. Decido acompañar el baño
de agua fría con una vela; es un baño rápido, nada de juegos ni cantos, procuro
salir de ahí lo antes posible.
Antes
de terminar de peinarme Andrés ya está completamente organizado. Él fue el de
la idea de venir hasta aquí, hasta el mar. Pero juntos lo armamos, llenamos el
morral de artesanías, nos rebuscamos los pasajes, soñamos y deseamos. Ahora
estamos lejos, solo tenemos una maleta llenada de cosas y si queremos almorzar
hoy sabemos que nos toca vender algo, si queremos dormir aquí esta noche
tendremos que conseguir dinero.
Tomamos
nuestro morral-taller y salimos.
Recorremos las cinco o seis cuadras que nos separan del San Andresito
principal. Vemos la esquina diagonal a su entrada, está despejada. En general
la calle está tranquila, el viento de la noche parece haberse llevado todo el
bullicio y el desorden.
Abrir
el negocio es una tarea meticulosa. Extendemos la manta azul sobre la acera,
cuatro piedras grandes la mantienen tensa e impiden que el viento barra con
todo. Luego clasificamos los artículos sobre la tela, como instrumentadores
quirúrgicos separamos cada pieza con una distancia precisa una de otra.
Entonces las manillas, collares y aretes aparecen dispuestos en perfecta
armonía. El negocio está abierto.
La casa de la Estrategia del Caracol
Hace
cuatro días llegamos hasta aquí, hasta Tolú, hasta la casa del Capi. Una vez
pisamos la plaza del pueblo nos dispusimos a caminar reconociendo el lugar. Por
la Avenida de la Playa, Andrés entabló una conversación con una pareja de
mochileros; fueron ellos los que nos recomendaron la casa del Capi.
-Queda
como a cuatro o cinco cuadras de aquí, se meten por la Feria y preguntan por el
Capi, allí todos lo conocen y alguien les indica el lugar.
Dicen
que es el lugar más barato. La lengua de Andrés es una hechicera entrenada,
sabe perfectamente cómo conseguir la información necesaria.
-Esa
es la casa del Capi, entren y pregunten por él. -Nos dicen, cualquiera, no sé
quién, no lo miro. Mis pies palpitan y el calor pegajoso ya parece una capa más
de piel. Cruzamos la calle, no hay letreros, no hay nombres, no hay un solo
cartel que nos diga dónde estamos, solo hay una casa de un azul desteñido con
una puerta abierta, como una boca bostezando adormecida por el calor.
El
Capi es un hombre negro, macizo, firme, parece algo rudo. Lo encontramos
sentado en una banca de madera a la entrada de la casa. Después de explicarle
que buscamos un cuarto para quedarnos unos días, él fija un precio. Nos expone
unas reglas simples que parecen sentencias al salir de su boca: se paga el día,
si no pagan se van, nada de escándalos, tienen la llave de su cuarto, es la
única, cierren bien, nadie responde por lo que se pierde.
Su
rostro continúa como un telón liso. Nos guía por un corredor que desemboca en
un pequeño patio interior, al fondo hay unas escaleras que llevan al segundo
piso, las recorro con mis ojos y me encuentro con los balcones que miran hacia
el patio. El Capi nos señala un cuarto al fondo, en el primer nivel, detrás del
lavadero que hay en un costado del patio.
Entramos
en el cuarto y detrás de la falsa privacidad que dibuja la puerta le susurro a
Andrés: estamos en la casa de la Estrategia del Caracol. Nos dejamos caer sobre
el colchón duro y una risa festiva estalla entre los dos.
Unas
voces me sacan del sueño. Está oscuro, tal vez sea más de media noche.
-Andrés
¿qué está pasando?
-No
sé, parece que un man está hablando con el Capi.
Creo
que las voces llegan desde el patio, Un hombre le cuenta al Capi que tuvo que
huir de su casa, no entiendo, dice que hubo disparos, pero no logró entender
quién disparó. El Capi, con una voz de abuelo, le dice al hombre que se quede
esa noche ahí, que ya mañana con calma trate de resolver las cosas. Las
palabras del Capi parecen adormecer al hombre, ya no logro escuchar nada,
Andrés está dormido.
Siento
que detrás de cada puerta hay una familia completa. En la mañana hay voces de
niños, hombres y mujeres, pero son pocos los rostros que veo, solo el de una
mujer morena que lava unos pañales. Cuántas historias se esconden en estos
cuartos. Apuesto a que si observo detenidamente la humedad que hay en la pared
del baño puedo encontrar una aparición de la Virgen. Lo juro, esta es la casa
de la Estrategia del Caracol.
El Diario
El
día se me escurre mientras diseño y fabrico nuevos collares, a la vez mi mente
vuela lejos, más allá de la línea que veo sobre el mar; mientras eso pasa
vendemos algunos artículos. La especialidad son manillas hechas en nylon
elástico, todos parecen adorarlas.
Llevo
varios días viniendo a este pedazo de acera, ya la quiero como una parte de mí.
Desde que estoy aquí he conocido los tiempos de este lugar. Cada cosa tiene su hora y cada persona su
ritmo, pero entre todos conforman una perfecta melodía. El día empieza suave,
impulsado por una brisa fresca y decidida. Luego llega el calor de media mañana
y con él los vendedores de arepa de huevo, las ollas, el tintineo de los bici
taxi, todo a una velocidad suave pero constante. El punto de quiebre lo pone la
voz de Robinson, el vendedor de agua de coco, es un grito recio con una voz
oscura que pareciera trazar la línea entre la mañana y la tarde.
El
ritmo se apacigua con la llegada del medio día. El calor tieso pone a la ciudad
en marcha lenta. De pronto el viento de la tarde, traído por el Mar, se adentra
entre las casas y cambia nuevamente el ritmo. Las calles toman vida de nuevo.
Aparece una oleada de turistas con sus conversaciones estridentes y sus
risotadas extravagantes. El sonido de las bici taxi retorna, todas parecen
sintonizar la misma emisora que pone una y otra vez la canción de la Mayonesa.
Las manos de los vendedores se mueven rápido, la acera se agita, la calle es un
hervidero de gente. Un parpadeo y ante nuestros ojos cae la noche. El lugar
adquiere otro ritmo y otra música.
Andrés
y yo estamos exhaustos, guardamos todo en nuestro morral-taller. Hoy ha sido un
buen día Nos sobra algo de dinero después de separar el del cuarto y la comida.
Es una sensación extraña, saber que eres capaz, que estas lejos, no conoces a
nadie, no hay a quién pedirle prestado dinero, saber que lo que tenemos en el
bolsillo lo conseguimos nosotros.
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*Este
viaje fue realizado en diciembre de 2001.
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