domingo, 2 de junio de 2013

Un Puerto de Salida

Soltar amarras

Me gustan los sábados por la mañana, parecen días de todas las posibilidades. Cuando me despierto y sé que es sábado, un cosquilleo me alerta, es una agitación que me recuerda la infancia, una ansiedad delgadita que está apelmazada en el cuerpo mientras se abre la puerta para salir a jugar, a correr porque sí. ¿Sentiría algo así antes de nacer? 

Nací un sábado, día de mercado en mi familia. Mis padres solían ir a mercar juntos a algún almacén de cadena, tal vez al Cafetero en ese entonces o al Éxito, no lo sé con certeza. Me cuenta mi madre, a quien muchas veces le he preguntado la misma historia, que mientras hacían el mercado ellos iban llevando las cuentas de las contracciones. El tiempo les dio justo para llegar a casa con los paquetes y salir de inmediato al hospital. Llegué a las 2:45 p.m. y luego dormí toda la tarde.

Tal vez movida por mi propio nacimiento los sábados me parecen días mágicos para crear. Puedo pasarme la mañana de un sábado experimentando con colores o texturas, armando una nueva cartuchera o simplemente cazando conejos escondidos en las nubes.

Cuando era pequeña las vacaciones siempre parecían sábados por la mañana. Regularmente las pasaba en casa de la abuela materna. Juana, vivía en una casona anclada en una pequeña montañita del municipio de Marinilla, Antioquia. Era una casa vieja, de tapia, con ventanas y puertas de madera, con una manga grande y un potrero para las vacas. Uno de mis lugares favoritos de esa casa era la cocina.

La cocina de la casa de la abuela era un cuarto independiente, con una ventana que permitía contemplar de frente la manga y al fondo el pueblo. En esa cocina existía, empotrada en la pared, una gaveta muy extraña. Era una gaveta alta con puertecita de madera, tal vez de 50 centímetros cuadrados. Cuando la abuela abría ese cajón, regularmente en las mañanas, un olor fuerte y dulzón se regaba por el aire, un olor a desayuno,  vacaciones, campo, abrazos, un olor a chocolate. Ese cajón guardaba como un tesoro las pastas de chocolate y la parva para el desayuno: galletas de sal, pandequesos, buñuelos o pan.

La abuela me servía una taza de chocolate negro preparado en aguapanela y ponía a mi disposición la parva que quisiera comer. Zambullía en esa taza las galletas untadas con mantequilla, trozos de pandequeso y tal vez un pedazo de pan. Me comía ese desayuno en un ritual sagrado mientras contemplaba a la abuela que molía el maíz y a la vez alimentaba a las gallinas con granos que les iba entregando para sorprenderlas.

Después del desayuno, cada día traía consigo una nueva expedición, podía fugarme y contemplar por horas a la marrana y sus lechoncitos; correr al potrero y arrancar las flores que parecían campanitas para saborear su miel; a veces me quedaba con Rocky, el pequinés, a quién vestía y arropaba con retazos y prendas viejas; o me trepaba al palo de guayabas y jugaba a ser una pirata, otros días simplemente tomaba un cartón y me tiraba a rodar una y otra vez por la manga.

De las vacaciones en casa de la abuela me quedaron dos grandes vicios, mi amor por el chocolate negro en aguapanela y la fascinación por emprender cada día una nueva expedición. 

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