Soltar amarras
Me
gustan los sábados por la mañana, parecen días de todas las posibilidades.
Cuando me despierto y sé que es sábado, un cosquilleo me alerta, es una agitación
que me recuerda la infancia, una ansiedad delgadita que está apelmazada en el
cuerpo mientras se abre la puerta para salir a jugar, a correr porque sí. ¿Sentiría
algo así antes de nacer?
Nací
un sábado, día de mercado en mi familia. Mis padres
solían ir a mercar juntos a algún almacén de cadena, tal vez al Cafetero en ese
entonces o al Éxito, no lo sé con certeza. Me cuenta mi madre, a quien muchas
veces le he preguntado la misma historia, que mientras hacían el mercado ellos
iban llevando las cuentas de las contracciones. El tiempo les dio justo para
llegar a casa con los paquetes y salir de inmediato al hospital. Llegué a las
2:45 p.m. y luego dormí toda la tarde.
Tal
vez movida por mi propio nacimiento los sábados me parecen días mágicos para
crear. Puedo pasarme la mañana de un sábado experimentando con colores o
texturas, armando una nueva cartuchera o simplemente cazando conejos escondidos
en las nubes.
Cuando
era pequeña las vacaciones siempre parecían sábados por la mañana. Regularmente
las pasaba en casa de la abuela materna. Juana, vivía en una casona anclada en
una pequeña montañita del municipio de Marinilla, Antioquia. Era una casa
vieja, de tapia, con ventanas y puertas de madera, con una manga grande y un
potrero para las vacas. Uno de mis lugares favoritos de esa casa era la cocina.
La
cocina de la casa de la abuela era un cuarto independiente, con una ventana que
permitía contemplar de frente la manga y al fondo el pueblo. En esa cocina
existía, empotrada en la pared, una gaveta muy extraña. Era una gaveta alta con
puertecita de madera, tal vez de 50 centímetros cuadrados. Cuando la abuela
abría ese cajón, regularmente en las mañanas, un olor fuerte y dulzón se regaba
por el aire, un olor a desayuno,
vacaciones, campo, abrazos, un
olor a chocolate. Ese cajón guardaba como un tesoro las pastas de chocolate y
la parva para el desayuno: galletas de sal, pandequesos, buñuelos o pan.
La
abuela me servía una taza de chocolate negro preparado en aguapanela y ponía a
mi disposición la parva que quisiera comer. Zambullía en esa taza las galletas
untadas con mantequilla, trozos de pandequeso y tal vez un pedazo de pan. Me
comía ese desayuno en un ritual sagrado mientras contemplaba a la abuela que
molía el maíz y a la vez alimentaba a las gallinas con granos que les iba
entregando para sorprenderlas.
Después
del desayuno, cada día traía consigo una nueva expedición, podía fugarme y
contemplar por horas a la marrana y sus lechoncitos; correr al potrero y arrancar
las flores que parecían campanitas para saborear su miel; a veces me quedaba con Rocky, el pequinés, a quién vestía y arropaba con retazos y prendas
viejas; o me trepaba al palo de guayabas y jugaba a ser una pirata, otros días simplemente
tomaba un cartón y me tiraba a rodar una y otra vez por la manga.
De
las vacaciones en casa de la abuela me quedaron dos grandes vicios, mi amor por
el chocolate negro en aguapanela y la fascinación por emprender cada día una
nueva expedición.
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